1
Estaba solo, como me gustaba. Gris, amarillo, celeste, verde, violeta, rojo, azul. TVE. En esa época ya llegaba TV3, pero el color blanco de TVE me gustaba más que el azul de TV3. El bar Estocolm siempre tenía TV3, y, en ese contexto sí me agradaba. El color azul combinaba mejor en esas paredes oscuras.
—Buenas tardes, señor Moiré. ¿Lo de siempre?
—Sí, muchas gracias —dije.
Desde esa lejana esquina de la barra veía el Zenith de trece pulgadas sin el reflejo de las ventanas, que aunque lánguido a esa hora, podría molestar.
—Marita ha venido a preguntar por usted.
—¿Y usted qué le dijo?
—Que no hay franceses en Estocolmo.
Tenía razón. Yo, a saber, soy escocés. Pero no le dije nada, mucho cumplía ya colaborando con la causa de prorrogar la comida hasta tan entrada la tarde. Doña Inés ya había dejado el plato, pero no se iba. Me había olvidado de sonreír y agradecerle, y ya se marchaba. Gracias a Dios. No había tiempo, porque recuerdo que en ese día iba a empezar Los marginados y no podía perdérmelo. Debía haber sido lunes. El primero de los diez lunes de Los marginados.
Azul, negro, violeta, amarillo, celeste, negro, blanco. En esa época la televisión acababa. Me costaba dormir cuando la pantalla teñía de violeta la habitación. «Y así, señoras y señores, llegamos al final de la emisión del lunes uno de octubre». La televisión volvería a las ocho, pero a veces pensaba que podría no volver, y caminaba de arriba abajo, de la cama a la nevera, de la nevera a la puerta, de la puerta al armario, del armario a la cama. «Ya sólo nos queda recordarles los espacios que componen la programación del día de mañana, martes, día dos». La soledad subía el volumen a 12 rayas verdes. «Buenas noches y que descansen». Pensaba en Informe semanal, en el Primera edición, en La gitana y el caballero, en Marita, en la voz de Carmen Linares como la oí el miércoles en La buena música. Desde que el himno acababa, me debatía si dormir en mono o en estéreo. Azul oscuro, blanco, azul, gris, negro, Marita.
Fue ese lunes, lunes de Morir en Benares, que lo vi por primera vez. Me acosaba el hambre y fui al Estocolm apenas terminaron los dibujos animados de las cinco y cincuenta y cinco. Ahí estaba Marita discutiéndole a doña Inés.
—Mire, me ha tomado media hora venir hasta acá.
—No le digo que no coma, pero aquí ya no come.
—Nunca comerá en otro lado.
«Pues morirá de hambre» oí cuando pretendía doblar hacia Marina. Pero ahí estaba. Lo más hermoso que vería en mi vida. En la pantalla del bar, en la esquina en la que siempre estuvo, en la corbata de Enric Calpena. Las luces que bailan. Verde, azul, rojo, verde, azul, rojo. Nunca podría describirlo. Me quemaba, pero no podía dejar de quemarme.
—Juan, Dios santo, llevo… ¡Juan! ¡Juan!
«Marita» susurré. Las luces de la corbata de Calpena. ¿Qué tenía ahí? ¿Qué le haría?
—Juan, otra vez no con la tele, Juan, por amor de Dios, mírame si te hablo.
«Sí. Claro. Claro». La corbata. Era la luz de lo inimaginable.
—Tenía que haber botado ese maldito aparato.
«Claro». Me sumergí en esos colores, verde, rojo, azul, ahogando el llanto de la superficie. Verde rojo azul.
Nunca supe cómo llamarle. Primero pensé que sólo estaría en TV3. Nadie más lo veía. Doña Inés se sorprendió cuando cambié de asiento, adonde la columna de la barra tapa al Zenith de trece pulgadas. Era difícil sólo contentarme con oirla, mas no estaba seguro de qué pasaría si volviese a ver Telenotícies. Adelanté la hora de la comida desde los dibujos animados a La tarde. El sacrificio era inevitable. Debía evitar la corbata de Enric Calpena.
Caminaba por la noche en búsqueda de otro bar para sustituir al Estocolmo, pero a esa hora, la hora en la que ya no hay televisión, era difícil determinar qué sitio tendría televisor y qué canal preferiría sintonizar. Can Aliàs parecía prometedor.
En ese momento guardaba aún la esperanza que ese monstruo de colores y vibraciones sólo ulule en catalán, mas fue una noche de Silencio, se juega, en una visita a la segunda cadena, que vi el perverso baile de las luces verdes, azules, y rojas asiéndose de la cola de un papagayo, reptando tras él, aún en su vuelo, esperando para engullirlo en sus inquietas disoluciones, yo vine a menos como si muriera, agarrado, como la mosca que se acerca a una planta con colmillos pensádola que es una flor. Una brusca flor que te clava los dientes mientras, maravillado, desmayas en su olor.
2
Sigo solo, pero me gusta menos, a pesar de que ahora dicen que hay más canales. Ya no todo es 4:3. El logo de TVE ahora tiene un fondo celeste. Ya no está el gris en el amarillo celeste verde violeta rojo azul, sino que hay ciento doce cuadrados grises (algunos incompletos) rodeados por veintiocho rectángulos a la izquierda, veintiocho rectángulos a la derecha, treinta y seis rectángulos arriba, y treinta y seis rectángulos abajo, y, en un círculo celeste (que es lo que hace que algunos cuadrados grises estén incompletos) mis colores sobre una escala de seis grises, sobre rayas de cebra, sobre más blancos y negros (hay una línea blanca que está en medio de todo el negro en la que me fijo bastante) y el Logo de TVE que todo lo corona con un halo blanco. Te uve é.
La gente estuvo asustada cuando la fecha cambió de 99 a 00, pero infundadamente. El cambio vino desde antes, y poco a poco. Las televisiones ya no tienen tubos, tienen proyección trasera. Dicen que hay unas de más de cuarenta y dos pulgadas. Dicen que en cuatro años todo será digital. Dicen que ya la televisión no acaba.
Ya no tengo televisión. El día antes que TVE eche Lo que el Viento se llevó (veintisiete de junio) Marita se lo llevó. Aún la veo: ayuda que el cuadrado amarillo de TV3 no combine con sus paredes rosadas para no verla tanto en Can Aliàs. Extraño en programación regular al televisor en casa. Y, a veces, en programación sin previo aviso, a Marita. ¿Tendría ella aún mi televisor? No las he visto desde ese día.
Ahorro para conseguirme una nueva, pero cada vez que sale una más grande, quiero esa, y los ahorros me quedan más lejos de la compra de un nuevo aparato. Quizás deba ir al cine de nuevo; ahí la conocí. Los doctores me dicen cosas como ansiedad, depresión, esquizofrenia, estrés, insomnio, ataque de pánico, onicofagia, psicosis (gran película), fobia, paranoia, histeria, delirio, demencia, dermatilomanía, pero lo cierto es que a mí me gusta observar el televisor a pesar de que a veces hay en él algo que me aterra. Eso es todo. A Marita eso no se lo he contado. Se fue antes de poder decírselo.
A veces esos colores vuelven. Trato de no ver las noticias (ya no es sólo la corbata de Enric Calpena, sino la de Secundino González, las americanas de Luis Mariñas, las blusas de María Escalario, los recuerdos de Marita). Evito los documentales de animales coloridos, los partidos del Barça, según el año, y a los doctores con camisas a rayas. ¿Qué programación tendría Marita?
No debe ser tan difícil averiguarlo. El Metro también ha tenido pantallas, pero la programación me gusta menos. Apearse en Diagonal. Subir por Còrsega, a la cuarta a la izquierda, a la cuarta a la derecha, bajar por Progrés. No hay nada con el número veintiuno. Pero hay un diez y nueve. Hay un Veintitrés. No es un caso para Sherlock Holmes. El hipotético veintiuno tiene varios timbres. Intento leerlos, pero pocos son legibles, algunos no tienen nada escrito, otros están envejecido. Elijo un botón, pero antes de poder aplastarlo, una voz que sale dentro de mí exige «¡Marita! ¡Marita! ¡Marita! ¡Marita!». Es una calle muy silenciosa. Debe ser muy placentero vivir aquí. «¡Marita!» escucho nuevamente. A lo mejor ya no vive aquí. He de revertir el método de llegada. Izquierda, cuatro calles derecha, cuatro calles izquierda, Diagonal, Metro, línea tres (la verde) a Zona Universitària…
—¡Ey! ¡Ey, tú!
—Hasta Catalunya, cambio a línea uno.
—Perdona, ¿Juan? No puedes venir y ponerte a gritar así en la calle —dice el hombre barbudo y de lentes. No sé si sea prudente salir en pantalón corto a la calle con este frío.
—Busco a Marita. ¿Usted la conoce?
—I tant. Es mi mujer.
—Pues tiene mi televisor y quiero recuperarla —digo, pero pienso que he de ser más asertivo—. Quiero que venga conmigo.
—No tenemos ninguna tele suya.
—La tiene Marita. Ella se la llevó. ¿Puedo verla? ¿Me la podría usted dar? —digo. No nos estamos comunicando bien.
—No la tenemos.
—La tiene Marita. Ella se la llevó —digo. No sé por qué se pone tenso. No responde—. Sólo la quiero de vuelta. Quizás puedo volver otro día, cuando la tenga.
—No, por favor, no vuelvas —dice. Está más tranquilo. Yo también. No sé si le digo «gracias» o sólo lo pienso. Izquierda. Otra izquierda. Una calle. Dos calles. Marita. Dos calles.
—Perdón Marita, ¿cómo llego al Metro?
—Juan —dice arreglándome el cuello de la chaqueta—. No puedes venir así de improvisto diez años después, quince años después. ¿Cómo has estado?
¿Cuántas temporadas han pasado? No pueden ser quince. Marita está igual. Yo estoy igual. Caminamos.
—¿No tendrás mi televisor?
Marita se ríe. Yo río después. Caminanos. Derecha.
—No, Juan, nadie tiene tu tele. Hace quince años que nadie tiene tu tele. ¿Cómo has estado, sigues yendo al CPB?
—Claro. Estoy perfectamente. Ya no la veo porque hay, a veces, unos colores que no me gustan mucho. Pero he pensado que sí la podría ver en blanco y negro, que no tiene colores.
—No —dice suavemente—. Mejor no la veas.
—Claro. Mejor no la veo.
—¿Podrás volver a casa sólo? —dice parada ante la entrada al Metro.
—Claro.
—Cuídate mucho, Juan. No veas tanta tele.
—No tengo televisión.
Línea uno (la roja) dirección Fondo. No me gusta mucho el Metro. Marina hacia Sáncho de Ávila. Necesito un televisor. En Can Aliàs están dando Solaris. La mejor escena, la que es blanco y negro. Me gusta mucho, es muy larga esa escena. La música es bastante buena. Dejo las llaves donde siempre. Pongo mute a las voces. Quizás la televisión vuelva a las ocho. Eso me alegra, pero camino de la cama a la nevera, de la nevera a la puerta, de la puerta al armario, del armario al sillón de ver la tele que ahora es sólo el sillón de sentarse. Quizás a las ocho. Gris, amarillo, celeste, verde, violeta, rojo, azul. Oigo la música de Eduardo Artemyev desde donde vino la voz que hoy llamó a Marita. El sillón aún es cómodo. Oigo la voz que anuncia que la programación acaba ya, que se despide, pero la imagen no se va. Creo que van a pasar una película. Creo que es en blanco y negro. Quizás salga Marita. Espero que no aparezca un hombre barbudo y de lentes. Seguro no aparece. Esta es mi película favorita. Nada de colores. Nada de camisas a rayas. Subo el volumen. Me alegro. Ya no estoy solo.
Fin.
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