Adjuntos

lunes, 15 de febrero de 2016

Memorias

Todo era viejo en aquel cuarto de hospital. La puerta, que chillaba al abrirse; el armario, que chillaba al abrirse; la ventana, que no chillaba porque no se abría, y, en el centro de todo, y más viejo que todo lo anterior, los últimos suspiros de un hombre que dejaba una vida bien vivida. La puerta se queja, entra el olor al desayuno con su hijo, el menor, que levanta a su madre, que ha estado toda la noche ahí, asiendo el tiempo.

—Hola mijo, ¿qué tal?
—Todo en orden, ¿usted?
—Todo bien".

Le entregó la comida y la medicina.

—Yo vuelvo en una hora.
—No, mijo, quiero que me mire el ático, que antes de venir sonó un cataplún, ahí mire qué es. Arréglelo.
—Sí, mamá.

Mientras subía las escaleras al húmedo ático le fue preguntando a su abuela si aún tenían herramientas. No se tardó en diagnosticar el daño: un estante se había vencido. Madera vieja, mucha humedad, muchos libros. Mientras quitaba el resto de libros para prevenir otro accidente pensó en ventear el ático, conseguir naftalina y madera para enmendar el mueble. Rápidamente hizo el cálculo, esos libros no podrían haber cabido en el estante del que habían salido. Eran muchos. Muchos y muy gordos. El estante no había podido hacer otra cosa que reventar como un globo con demasiadas aspiraciones. Papá está loco, pensó, intentando averiguar cómo habían cabido. Imposible. Tomó el más gordo de todos, en su portada Memorias, tipografía dorada, fondo verde, pesado como los ladrillos, de un antebrazo de largo, inacabable.

Dentro, con la letra de su padre, su vida. Toda su vida, excepto la última página, a medio escribir.

La abuela lo espera con una llave inglesa al final de la escalera.
—Gracias, abuelita.
—¿Y ese libro?
—De su yerno favorito, sus memorias.
—¿Y se lo lleva?
—Sí, supongo.

Cuando el chillido de la puerta lo anunció, su padre y su madre conversaban. Como solía pasar por las mañanas, estaba bastante lúcido.
—Hola papá, hola mamá.

Su padre lo miró con un ojo cerrado, otro a medio abrir, cuestionándolo.
—Le traje esto.
El asombro se multiplicó en la cara del padre el ver ese libro lleno de su vida, para él tan desconocido como su hijo. La mesa se molestó al tener que soportarlo. El plato del desayuno, ahora vacío, competía por espacio.
—Mijo, el doctor quería hablarnos, dése una vueltita.
—Sí mamá.

Su madre no hablaba con los médicos no por una convicción personal o política, sino porque no sabía entender. Su hijo debía estar ahí para traducir. Salieron al pasillo, conversando sobre aquel tomo tan grande, desconocido para los tres.
El prognóstico era bueno, lo que bueno podía ser para ese momento: estabilidad. Seguramente pasará bien otra noche, dijo el doctor, acomodándose los lentes sobre las ojeras. La bata que ya no era blanca, los zapatos que aún eran deportivos, el estetoscopio, que debe fungir como identificación internacional para el gremio galeno, su corbata jorobaba, todo de él estaba agotado. Se apoyaba sobre una mesa que se doblaba bajo su peso. El Doctor sonreía. Ahora curaba ánimos.
—Todo va a salir bien.

Un chillido agudo de la madre al volver a la habitación. Antes de ni bien entrar, ya escapaba ella de la escena, dejando a su hijo enfrente al retablo. La mesa se había roto, el libro había caído sobre su presunto autor: lo había ahogado. Entre las migajas y el último ademán de horror de su padre, abierto en su última página, el párrafo terminado, y letras grandes

«Fin».

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