Adjuntos

martes, 20 de septiembre de 2016

Décimas aceptadas

1. e4 e6
2. d4 Cf6
3. Ac4 d5
4. exd5 exd5
5. Ab3 Ae7
6. Cf3 0-0
7. 0-0 b6
8. Af4 Aa6

9. Te1 Cbd7
10. Axc7 Dxc7
11. Txe7 Ce4
12.Axd5 Tac8
13. Axe4 g6
14. Ce5 f5

15. Ad5+ Rh8
16.Txd7 Dxc2
17. De1 Tcd8
18. Cxg6+ hxg6
19. De5+ Tf6

½ - ½

lunes, 19 de septiembre de 2016

Instantes

Instantes

Atribuído falsamente a Jorge Luis Borges
Si pudiera vivir nuevamente mi vida,
en la próxima trataría de cometer más errores.
No intentaría ser tan perfecto, me relajaría más.
Sería más tonto de lo que he sido,
de hecho tomaría muy pocas cosas con seriedad.
Sería menos higiénico.
Correría más riesgos, haría más viajes,
contemplaría más atardeceres,
subiría más montañas, nadaría más ríos.
Iría a más lugares adonde nunca he ido,
comería más helados y menos haba,
tendría más problemas reales y menos imaginarios.
Yo fui una de esas personas que vivió sensata
y prolíficamente cada minuto de su vida;
claro que tuve momentos de alegría.
Pero si pudiera volver atrás trataría
de tener solamente buenos momentos.
Por si no lo saben, de eso está hecha la vida,
sólo de momentos; no te pierdas el ahora.
Yo era uno de esos que nunca
iban a ninguna parte sin un termómetro,
una bolsa de agua caliente,
un paraguas y un paracaídas;
si pudiera volver a vivir, viajaría más liviano.

Si pudiera volver a vivir
comenzaría a andar descalzo a principios
de la primavera
y seguiría descalzo hasta concluir el otoño.
Daría más vueltas en calesita,
contemplaría más amaneceres,
y jugaría con más niños,
si tuviera otra vez vida por delante.
Pero ya ven, tengo 85 años...
y sé que me estoy muriendo.

26 de enero de 2016

lunes, 13 de junio de 2016

Soneto 14, variación 2

Yo no juzgo según las estrellas;
sin embargo, tengo astronomía,
no para suerte mala o buena,
ni plagas, ni tampoco sequías;
no sé qué el futuro traerá,
o predecir próximos tormentos,
o qué príncipes el bien harán,
sólo por tener la vista al cielo:
de tus ojos mi ciencia deriva,
constantes luceros donde leo
que belleza y verdad unidas
quedarían si yo te convierto,
y si no, ésto te vaticinan:
tu belleza y verdad expiran.

William Shakespeare

jueves, 9 de junio de 2016

¿Soleares a Manzanares?

¡Madre! ¡Pon ya la tele!
Que hoy torea Castella.
Rápido, que quiero verle.
Pues el arte es inútil
y no hay nada más útil.
¡Que hizo López Simón?
Saldrá por la Puerta Grande
después de ese faenón.


Pies firmes ante el toro
el galo de vino y oro.
Qué péndulo ha tenido.
Lo toreará en el centro.
Madre, ¡qué pies tan fijos!
Madre… ¡que mate certero!
Madre… deme su pañuelo.

1 de junio de 2016

sábado, 4 de junio de 2016

Decálogo poético

  1. No te preocupes en qué es la poesía. Preocúpate en para quién es la poesía.
  2. La mitad de la poesía es buscar una manera distinta de decir algo que todos sepamos. La otra mitad es decir mejor algo que ya estaba dicho. Fondo sobre forma, y forma según contenido.
  3. Sólo distinguen una asonante de una consonante los cuatro gatos que sabemos qué es una asonante y qué es una consonante. La rima consonante es tu novia. La asonante, su amiga. ¿Por qué quieres separarlas?
  4. Cuenta las sílabas. Aunque escribas una barrabasada, con buena forma tienes la mitad de la batalla ganada. Sin buena forma, aunque tengas un hallazgo fantástico, puedes perder la mitad de la batalla. Cuenta sílabas hasta en tus versos libres. Ellos saben por qué.
  5. El habla dicta las sinalefas. ¿Cuál habla? Eso tú lo debes saber. Eso sí, entre dos vocales fuertes no hay sinalefa, a menos que sea la misma.
  6. No hay poemas con cesura, hay poemas del doble de versos maquetados en la mitad del espacio.
  7. Esdrújulas siempre restan, graves tildadas siempre suman. Aprovecho para decir que no conocí a Mussafia, pero me dio mucha pena cuando cayó por ese peñasco.
  8. Dicen que el verso de ocho sílabas o más es arte menor, y el arte menor es asonante, como el arte mayor es consonante, pero yo no estuve en esa sesión.
  9. La memoria es frágil. Veo que separar una rima por más de tres versos de su pareja hace que la oreja olvide con qué rimaba. Algo similar pasa en todo lo que sea más que alejandrino.
  10. Dicen que en castellano, el endecasílabo es rey, pero a mí tampoco me consta.

jueves, 5 de mayo de 2016

Dantesca al gato del poeta

Helvética brinca
pues vio un abrazo
y ella es arisca.

Ya en mi regazo
está intranquila:
se tira abajo.

Las sombras vigila
y un ratón pasa
y ni se percata.

4 de mayo de 2016

Dantesca a la primavera

Busco un tono absurdo
de un cofre de cobre
en un rincón oscuro
que el invierno esconde
como trino al frío,
como verde al ocre;
es un haz de luz fino,
es música etérea,
es la primavera.

4 de mayo de 2016

miércoles, 27 de abril de 2016

Muerte de Ron Navarro

Por Jorge Luis Pérez

New Hall

No me gusta la nieve en directo. Lo único que tenía en mis bolsillos era una impresión muy distinta de la nieve. La primera vez que nevó sobre la academia Lake Forest esperaba que cayera en los agigantados copos que había visto retratado en mi único referente del mundo, la tele. Pero la nieve es fina. Muy fina. Tardé varias nevadas en darme cuenta de que no habría otro tipo de nieve distinto al que caía siempre. La nieve es una sola y no es la de los dibujos animados.

Mis padres me mandaron a Lake Forest para aprender inglés. Tenía catorce años. Allí no conocía a nadie. Mi compañero de cuarto en el Atlass Hall, Ernest Powell, era la persona menos acogedora de Illinois. Creo que en los tres meses que estuve ahí, sólo hablé con él tres veces. Yo llegué en enero y desde febrero no lo vi más.

Mis compañeros de clase eran todos chinos y habían venido sólo a estudiar. Creo que una vez conversé con uno, Simon, al jugar una partida de Reversí un día que la profesora, Connie McCabe, se atrasó. Me ganó apabullantemente y nunca más volvimos a hablar.

En Atlass Hall, el dormitorio, a veces conversaba con la gente que se cuadraba en la sala común de nuestro corredor, donde había una tele, pero ellos sólo querían hablar de la WWE. Nuestro dormitorio era sólo de chicos, y yo a esa edad tampoco estaba tan interesado en conocer amigos (o luchadores) como estaba en conocer amigas. Y luchadoras.

Para alejarme de tanto entretenimiento, paseaba bastante por el Campus. En pleno invierno, donde la nieve arruinaba lo que imagino que debe ser un lugar hermoso en verano, la mayoría de los paseos era por la gigantesca mansión Armour, cuyos anexos formaban la escuela. En lo que debía haber sido antaño el comedor vivía un triste Steinway de cola completa. Le hice compañía muchas tardes, soltándole la partitura de todas las canciones del Fantasma de la ópera, la única cosa que me sabía de memoria.

Eso fue un acierto. Así conocí a Gina, quien, no sé porqué, sabía tocar la canción de Mortal Kombat y sólo la canción de Mortal Kombat. Pero eso era todo lo que hacía falta. Nos hicimos amigos inmediatamente. Ella me llevó al New Hall. Gracias a ella conocí a Ron.

Desde febrero pasé todas las tardes en el New Hall, donde había mesas de billar y un ambiente mucho más adecuado para preadolescentes. El New Hall. Supongo que habrá empezado como una sala de estudios a la que el tiempo y el estudiantado fue adaptando poco a poco; el New Hall, donde al fin me sentí en casa. El New Hall, donde encajé. Supongo que ese fue mi primer bar bohemio. Detrás del New Hall estaba el teatro, y ahí ensayaban diariamente para una función de una obra cuyo título no recuerdo, mas sí la trama: iba de un tipo que cantaba y llevaba una espada y mataba a otro que no cantaba tan bien. Puccini, seguramente.

El ambiente era siempre ameno. En la sala adjunta al teatro, donde estaba la utilería, se reunía la banda a ensayar. Alguien había dejado abandonada una guitarra de cuerdas metálicas a la que le faltaba uno de los mi, el agudo, pero eso no me impidió hacer con ella lo que previamente había hecho con el Steinway, excepto que la guitarra era un poco más móvil. La llevaba a todos lados. Era el Johnny Cash de Lake Forest, si Johnny Cash hubiera sido manco, mudo y feo. En guitarra sólo sabía Californication y Don’t cry, y eso era todo lo que necesitaba saber. Prontamente me convertí en el alma de la fiesta. Para marzo, la profesora de música me compró una mi. Al día siguiente apareció la dueña de la guitarra y no las volví a ver más.

Solía llenarme los bolsillos de galletas e ir al New Hall a ver con quién me encontraba para un billar o fingir hacer esgrima con los tacos. Una vez fui por el salón de utilería en aras de buscar un instrumento desdeñado y ahí fue que vi a Ron por primera vez. Ronald, lo sé ahora, tenía dieciséis, pero yo lo veía mucho mayor. Sostenía una trompeta plateada entre sus hinchadas mejillas, sólo superadas por su absurda nariz de bombilla. Sus ojos parecían que iban a explotar cada vez que tocaba. Era un goce verlo.

—What you be doing here —me dijo sonriente.
—Looking for a guitar.
—We ‘ave a nice trumpet for you ‘ere.
—I don’t know how to play that —le dije.
—I’ll teach you —me dijo y empecé a limpiarme las manos de las migajas de las galletas.
—You just ‘ave to stick your tongue doon right here —me dijo pasándome la que debía pertenecer a uno de sus compañeros.
—No way I’m putting my tongue down there.

Se rió. «Smart man» me dijo, y siguió con lo suyo.

Nunca vi a Lake Forest en el verano. Debe ser un lugar precioso. Los recuerdos que guardo no son del horrible frío que pasé o de lo complicado que es convivir con nieve, o de cómo fue haber ido a un sitio sin un amigo en el bolsillo, ni de lo que es sacarle las manchas de lodo al pantalón café cuando usaba el azul, o de los azules cuando usaba el café, o de agradecer que el jersey se inventó para no tener que planchar camisas, o que si hubiese perdido el nudo de la corbata seguramente me habrían expulsado porque no podría hacer un medio windsor ni para tener que ahorcarme. De Lake Forest, si algo recuerdo bien, si algo recuerdo siempre, es a Ronald, internado en la oscuridad tocando su trompeta y su sonrisa amable de blanquísimos dientes en el salón de utilería, adonde iba a practicar nocturnamente. Hablábamos horas; hablábamos todos los días de todos los meses que estuve ahí. Sé que reíamos bastante, pero no recuerdo de qué hablábamos.



Le Lou-foc

Para 2005 no podía vivir sin el teléfono en bolsillo, y la otra cosa que lo acompañaba era la gigante llave de bronce, de pinta antiquísima, que me sobresalía del pantalón. Apareció Facebook en mi vida, y con él reestablecí contacto con Ronald. No habían pasado cuatro años. Seguimos desde donde sea que hayamos lo dejado. Me enteré de que ahora se dedicaba a tocar en un grupo en algún bar de Chicago y de que había tenido un hijo, Ronald Junior. Más allá de eso, poca cosa. Poca cosa biográfica, digo, porque siempre hablábamos, pero supongo que nunca de cosas importantes.

Vivía en La Rochelle por esos entónceses. Las casas no tenían Wifi, y dudo que la de Madame Sallé, adonde yo llegaba, vaya a tenerlo nunca. Había que ir a un cyber para hablar con Ronald. De salida del Instituto Eurocentres nos reuníamos con los amigos de clases, quizás porque ninguno era chino, a la sombra de la Grosse Horloge, siempre a las diez, y luego caíamos al Lou-foc a tomar algo. Ten o’ clock at the clock.

No recuerdo si en esa época se podía fumar dentro. Pocas veces entrábamos. Nos quedábamos en las sillas de afuera y pedíamos una girafe, que sé que luego fue prohibida por razones de higiene. Recuerdo que los cigarrillos tenían unas imágenes muy gráficas sobre gente muriéndose y que los Lucky venían en grupos de 19, dicen que por algo de los impuestos. Recuerdo que me iba bien con las chicas rusas y que me incomodaba saludar con dos besos al mesero, que ya era casi padre de nuestra alcohólica familia.

El Lou-foc era jazz. Pasábamos hablando de quién cantó mejor que quién, quién imitó al otro, qué trompetista era el mejor trompetista, quién el mejor cantante, quién sería el mejor si de él sobreviviesen grabaciones, pues todos sabíamos que de los mejores no existían grabaciones, pero eso no nos impedía ponerlos en la balanza, como si nosotros hubiéremos estado ahí, en vivo, escuchándolos, en un intento de avalar a quienes nuestros referentes habían alabado. Yo pasaba por una época post-Petrucciani y me había sumergido en Irakere. Arturo Sandoval era Jesús. Dizzy Gillespie, Dios. Empecé a llevar un MP3 en el bolsillo.

Corría a contarle todo a Ron. «¿Puedes creer que a la gente le gusta Buena Vista? ¿Que no ubican a Chano? ¿Que creen que Basie no es el piano más pesado?» El hombre gozaba. Le daba igual, pero reía. También discutíamos él y yo; él se había quedado en una corriente más clásica, y yo, supongo que mayoritariamente para molestarlo, me hacía el que optaba por una más moderna; o menos vieja, pues lo más moderno que yo defendía era a Lavoe, quien llevaba ya buen tiempo enterrado. Pero cada vez que oía una de esas canciones que al minuto cinco dan un paso más allá del llamado del deber y te alteran la fibra, yo quería ser Ronald. Saber tocar la trompeta como él. Pegarme un solo. Tendría sus dedos ágiles, callosos y bicolores; mezclaría motivos de Sandoval y Guajiro y los llevaría al límite de la escala, a agudos inverosímiles e ingrabables, y ahí en el escenario sería Ronald, me acercaría al bajista y, en corto, le diría algo, y los dos reiríamos y seguiríamos tocando, todas las veces, todas las noches, y sólo tendría que pensar en un sonido para poder reproducirlo, las escalas me vendrían como Bach a Gould, y la gente pensaría que yo, Ronald, tendría que ser el hijo de Desmond porque le exigiría al baterista tocar 5/4, 7/4, 11/4, y un día Gillespie caería a un concierto y pediría su trompeta y vendría a tocar y nos iríamos mano a mano, hasta que lo obligue a sacar el pañuelo blanco, y quedemos como amigos para toda la vida; qué vida la de Ron, todo a lo grande, siempre con el mismo saco blanco y corbata negra sobre el escenario agotando las partituras, viendo cómo pasaban por ahí Eddie Palmieri, Mr. Alexis, Ray Barreto, ¿qué sé yo? Todo el mundo debía pasar por Chicago; todos los gatos se debían juntar con mi pana Ron a aplaudirlo, a invitarlo a un traguito, qué hijo de puta, se lo había ganado a punta de machacarse practicando. Había hablado de hacerlo y lo hizo. Yo me sentía bien sólo de conocerlo.

En una de esas divagaciones fuertemente impulsadas por lo que sea que servían ese día en el Lou-foc fue que decidí que mi siguiente parada tenía que ser en Chicago. Tenía que ir a verlo al gran Ron y su orquesta. Explicarle a Ronald Jr. que su viejo era un bacán.



Rosa’s Lounge

En julio de 2006 me recibió Ron en O’Hare, aeropuerto que debe haber sido el lugar donde Satanás ensayó los primeros diseños del averno. Pero Ron no se molestó de que llegue tarde al punto de encuentro cerca de la terminal del transporte público, donde habíamos quedado, si no que fue, como siempre, todo sonrisas. Yo llevaba en los bolsillos una cajetilla de Popular sin filtro, una dirección por si me perdía, un pañuelo en el de atrás y un tarjetero color piel (a lo Capote) en el otro.

Lo cierto es que a mi pana Ron lo único que le quedaba de la sonrisa era la sonrisa. Tenía los dientes de adelante aún nuevos, pero una cantidad de huecos atrás que daba miedo. Las pecas se le habían engordado y le brotaban. Estaba más flaco que nunca, su ropa lo delataba, no encajaba con nada. Los que dijeron black don’t crack no conocían a Ron. Le cayeron los años como cae un florero a un transeúnte incauto. Si Ron alguna vez fue sólo dos años mayor que yo, ese tiempo se había ido.

Si algo hay que destacar de ese día es que me recibió en limosina. Fue mi única vez; él sí volvió a subirse a una una vez más. Un amigo se la había dejado por el día, y él, haciendo el payaso, la había metido en el aeropuerto. Me senté adelante, con él, a pesar de sus quejas. «You never going to be in a limo no more». Tenía razón.

Pensé que iríamos a Rosa’s, donde tocaba, o su casa, pero claro, teníamos que devolver el coche; fuimos a parar a un lote lleno de limosinas de todo tipo, donde poder ver unas al lado de otras permitía contrastarlas, verlas ejercer derechos de jerarquía. Siempre podré saber qué es una limosina buena y qué es una mala.
Caminanos, llamamos por teléfono, caminamos más, volvimos a llamar, esperamos, todo con la maleta, jalada por un Ron que insistía en no aflojarla. En algún momento alguien vino a recoger las llaves. Para eso ya estábamos atrasados para tocar, pero Ron no se inmutaba. «We be there when we be there». Tenía razón.

Rosa’s Lounge tenía que haber sido el centro de la bohemia en los ochenta. Las paredes quizás hayan sido verdes. Los sofás, por ley, tuvieron que haber sido nuevos en algún momento. Alguna vez debe haber habido público. Pero ese día, ante un tipo que leía el Tribune y comía nueces quien, por cierto, no sé si era un comensal o el portero, fui la única audiencia que tuvieron los Bashful Quintet , quienes, dicho sea de paso, eran cuatro.

En ningún momento Ronald se acercó al bajista a decirle algo al oído, algo que hiciera que los dos se riesen en complicidad. En ningún momento entró una rubia en vestido rojo con un joven amante a bailar. Dizzy Gillespie estaba, sí, en un cuadro al que alguien había decorado fálicamente y nadie se había molestado en rectificar. Yo llené mis bolsillos de su Jazz. «The best is yet to come» me dijo en el bus, de camino al apartamento que compartía con cuatro de sus amigos.

The best wasn’t to come, sin embargo. Ron dejó la trompeta en 2009. Lo volví a ver en 2012, cuando terminé de estudiar en Madrid. Él iba a empezar a estudiar algo distinto, porque lo que llevaba estudiando no le gustaba mucho. No recuerdo si iba de leyes a economía o de economía a leyes. Le ofrecí un dinero que no aceptó. «Nah, man; I’m fine. It’s all good». No tenía razón.

A veces pienso que si Ron se hubiese matado o lo hubiesen matado, estaría mejor, sobre una Hearst negra, en su último paseo en limosina, con los bolsillos aún llenos de esperanza; pero supongo que 2009, las deudas, no verlo a su hijo, ser mal estudiante, la escalera de caracol decadente, la humanidad tosca, árida y sorda a lo bueno ya se encargaron de matarlo. Él aún ríe, la boca ya despoblada, diciendo que «I guess I just wasn’t that good». Pero para mí lo era. Ron, mi músico de bolsillo.

15 de marzo de 2016

martes, 22 de marzo de 2016

Romantic sonet 1

I will start from the back
cover. I can go for hours.
Reading, reading you so hard
your chapters I will devour.

I love attempting to find
your index. Your epilogue
fits perfectly my prologue;
with my bookmark please be kind.

I will even do voices,
I'll do you all intonations,
you may hold my quotations
and you'll make all the choices.

All narrative rules I'll bend:
I'll let you choose where I end.

Marzo de 2016

lunes, 14 de marzo de 2016

El efecto de Moiré

1
Estaba solo, como me gustaba. Gris, amarillo, celeste, verde, violeta, rojo, azul. TVE. En esa época ya llegaba TV3, pero el color blanco de TVE me gustaba más que el azul de TV3. El bar Estocolm siempre tenía TV3, y, en ese contexto sí me agradaba. El color azul combinaba mejor en esas paredes oscuras.
—Buenas tardes, señor Moiré. ¿Lo de siempre?
—Sí, muchas gracias —dije.
Desde esa lejana esquina de la barra veía el Zenith de trece pulgadas sin el reflejo de las ventanas, que aunque lánguido a esa hora, podría molestar.
—Marita ha venido a preguntar por usted.
—¿Y usted qué le dijo?
—Que no hay franceses en Estocolmo.
Tenía razón. Yo, a saber, soy escocés. Pero no le dije nada, mucho cumplía ya colaborando con la causa de prorrogar la comida hasta tan entrada la tarde. Doña Inés ya había dejado el plato, pero no se iba. Me había olvidado de sonreír y agradecerle, y ya se marchaba. Gracias a Dios. No había tiempo, porque recuerdo que en ese día iba a empezar Los marginados y no podía perdérmelo. Debía haber sido lunes. El primero de los diez lunes de Los marginados.


Azul, negro, violeta, amarillo, celeste, negro, blanco. En esa época la televisión acababa. Me costaba dormir cuando la pantalla teñía de violeta la habitación. «Y así, señoras y señores, llegamos al final de la emisión del lunes uno de octubre». La televisión volvería a las ocho, pero a veces pensaba que podría no volver, y caminaba de arriba abajo, de la cama a la nevera, de la nevera a la puerta, de la puerta al armario, del armario a la cama. «Ya sólo nos queda recordarles los espacios que componen la programación del día de mañana, martes, día dos». La soledad subía el volumen a 12 rayas verdes. «Buenas noches y que descansen». Pensaba en Informe semanal, en el Primera edición, en La gitana y el caballero, en Marita, en la voz de Carmen Linares como la oí el miércoles en La buena música. Desde que el himno acababa, me debatía si dormir en mono o en estéreo. Azul oscuro, blanco, azul, gris, negro, Marita.


Fue ese lunes, lunes de Morir en Benares, que lo vi por primera vez. Me acosaba el hambre y fui al Estocolm apenas terminaron los dibujos animados de las cinco y cincuenta y cinco. Ahí estaba Marita discutiéndole a doña Inés.
—Mire, me ha tomado media hora venir hasta acá.
—No le digo que no coma, pero aquí ya no come.
—Nunca comerá en otro lado.
«Pues morirá de hambre» oí cuando pretendía doblar hacia Marina. Pero ahí estaba. Lo más hermoso que vería en mi vida. En la pantalla del bar, en la esquina en la que siempre estuvo, en la corbata de Enric Calpena. Las luces que bailan. Verde, azul, rojo, verde, azul, rojo. Nunca podría describirlo. Me quemaba, pero no podía dejar de quemarme.
—Juan, Dios santo, llevo… ¡Juan! ¡Juan!
«Marita» susurré. Las luces de la corbata de Calpena. ¿Qué tenía ahí? ¿Qué le haría?
—Juan, otra vez no con la tele, Juan, por amor de Dios, mírame si te hablo.
«Sí. Claro. Claro». La corbata. Era la luz de lo inimaginable.
—Tenía que haber botado ese maldito aparato.
«Claro». Me sumergí en esos colores, verde, rojo, azul, ahogando el llanto de la superficie. Verde rojo azul.


Nunca supe cómo llamarle. Primero pensé que sólo estaría en TV3. Nadie más lo veía. Doña Inés se sorprendió cuando cambié de asiento, adonde la columna de la barra tapa al Zenith de trece pulgadas. Era difícil sólo contentarme con oirla, mas no estaba seguro de qué pasaría si volviese a ver Telenotícies. Adelanté la hora de la comida desde los dibujos animados a La tarde. El sacrificio era inevitable. Debía evitar la corbata de Enric Calpena.


Caminaba por la noche en búsqueda de otro bar para sustituir al Estocolmo, pero a esa hora, la hora en la que ya no hay televisión, era difícil determinar qué sitio tendría televisor y qué canal preferiría sintonizar. Can Aliàs parecía prometedor.


En ese momento guardaba aún la esperanza que ese monstruo de colores y vibraciones sólo ulule en catalán, mas fue una noche de Silencio, se juega, en una visita a la segunda cadena, que vi el perverso baile de las luces verdes, azules, y rojas asiéndose de la cola de un papagayo, reptando tras él, aún en su vuelo, esperando para engullirlo en sus inquietas disoluciones, yo vine a menos como si muriera, agarrado, como la mosca que se acerca a una planta con colmillos pensádola que es una flor. Una brusca flor que te clava los dientes mientras, maravillado, desmayas en su olor.


2
Sigo solo, pero me gusta menos, a pesar de que ahora dicen que hay más canales. Ya no todo es 4:3. El logo de TVE ahora tiene un fondo celeste. Ya no está el gris en el amarillo celeste verde violeta rojo azul, sino que hay ciento doce cuadrados grises (algunos incompletos) rodeados por veintiocho rectángulos a la izquierda, veintiocho rectángulos a la derecha, treinta y seis rectángulos arriba, y treinta y seis rectángulos abajo, y, en un círculo celeste (que es lo que hace que algunos cuadrados grises estén incompletos) mis colores sobre una escala de seis grises, sobre rayas de cebra, sobre más blancos y negros (hay una línea blanca que está en medio de todo el negro en la que me fijo bastante) y el Logo de TVE que todo lo corona con un halo blanco. Te uve é.


La gente estuvo asustada cuando la fecha cambió de 99 a 00, pero infundadamente. El cambio vino desde antes, y poco a poco. Las televisiones ya no tienen tubos, tienen proyección trasera. Dicen que hay unas de más de cuarenta y dos pulgadas. Dicen que en cuatro años todo será digital. Dicen que ya la televisión no acaba.


Ya no tengo televisión. El día antes que TVE eche Lo que el Viento se llevó (veintisiete de junio) Marita se lo llevó. Aún la veo: ayuda que el cuadrado amarillo de TV3 no combine con sus paredes rosadas para no verla tanto en Can Aliàs. Extraño en programación regular al televisor en casa. Y, a veces, en programación sin previo aviso, a Marita. ¿Tendría ella aún mi televisor? No las he visto desde ese día.


Ahorro para conseguirme una nueva, pero cada vez que sale una más grande, quiero esa, y los ahorros me quedan más lejos de la compra de un nuevo aparato. Quizás deba ir al cine de nuevo; ahí la conocí. Los doctores me dicen cosas como ansiedad, depresión, esquizofrenia, estrés, insomnio, ataque de pánico, onicofagia, psicosis (gran película), fobia, paranoia, histeria, delirio, demencia, dermatilomanía, pero lo cierto es que a mí me gusta observar el televisor a pesar de que a veces hay en él algo que me aterra. Eso es todo. A Marita eso no se lo he contado. Se fue antes de poder decírselo.


A veces esos colores vuelven. Trato de no ver las noticias (ya no es sólo la corbata de Enric Calpena, sino la de Secundino González, las americanas de Luis Mariñas, las blusas de María Escalario, los recuerdos de Marita). Evito los documentales de animales coloridos, los partidos del Barça, según el año, y a los doctores con camisas a rayas. ¿Qué programación tendría Marita?


No debe ser tan difícil averiguarlo. El Metro también ha tenido pantallas, pero la programación me gusta menos. Apearse en Diagonal. Subir por Còrsega, a la cuarta a la izquierda, a la cuarta a la derecha, bajar por Progrés. No hay nada con el número veintiuno. Pero hay un diez y nueve. Hay un Veintitrés. No es un caso para Sherlock Holmes. El hipotético veintiuno tiene varios timbres. Intento leerlos, pero pocos son legibles, algunos no tienen nada escrito, otros están envejecido. Elijo un botón, pero antes de poder aplastarlo, una voz que sale dentro de mí exige «¡Marita! ¡Marita! ¡Marita! ¡Marita!». Es una calle muy silenciosa. Debe ser muy placentero vivir aquí. «¡Marita!» escucho nuevamente. A lo mejor ya no vive aquí. He de revertir el método de llegada. Izquierda, cuatro calles derecha, cuatro calles izquierda, Diagonal, Metro, línea tres (la verde) a Zona Universitària…
—¡Ey! ¡Ey, tú!
—Hasta Catalunya, cambio a línea uno.
—Perdona, ¿Juan? No puedes venir y ponerte a gritar así en la calle —dice el hombre barbudo y de lentes. No sé si sea prudente salir en pantalón corto a la calle con este frío.
—Busco a Marita. ¿Usted la conoce?
I tant. Es mi mujer.
—Pues tiene mi televisor y quiero recuperarla —digo, pero pienso que he de ser más asertivo—. Quiero que venga conmigo.
—No tenemos ninguna tele suya.
—La tiene Marita. Ella se la llevó. ¿Puedo verla? ¿Me la podría usted dar? —digo. No nos estamos comunicando bien.
—No la tenemos.
—La tiene Marita. Ella se la llevó —digo. No sé por qué se pone tenso. No responde—. Sólo la quiero de vuelta. Quizás puedo volver otro día, cuando la tenga.
—No, por favor, no vuelvas —dice. Está más tranquilo. Yo también. No sé si le digo «gracias» o sólo lo pienso. Izquierda. Otra izquierda. Una calle. Dos calles. Marita. Dos calles.


—Perdón Marita, ¿cómo llego al Metro?
—Juan —dice arreglándome el cuello de la chaqueta—. No puedes venir así de improvisto diez años después, quince años después. ¿Cómo has estado?
¿Cuántas temporadas han pasado? No pueden ser quince. Marita está igual. Yo estoy igual. Caminamos.
—¿No tendrás mi televisor?
Marita se ríe. Yo río después. Caminanos. Derecha.
—No, Juan, nadie tiene tu tele. Hace quince años que nadie tiene tu tele. ¿Cómo has estado, sigues yendo al CPB?
—Claro. Estoy perfectamente. Ya no la veo porque hay, a veces, unos colores que no me gustan mucho. Pero he pensado que sí la podría ver en blanco y negro, que no tiene colores.
—No —dice suavemente—. Mejor no la veas.
—Claro. Mejor no la veo.
—¿Podrás volver a casa sólo? —dice parada ante la entrada al Metro.
—Claro.
—Cuídate mucho, Juan. No veas tanta tele.
—No tengo televisión.

Línea uno (la roja) dirección Fondo. No me gusta mucho el Metro. Marina hacia Sáncho de Ávila. Necesito un televisor. En Can Aliàs están dando Solaris. La mejor escena, la que es blanco y negro. Me gusta mucho, es muy larga esa escena. La música es bastante buena. Dejo las llaves donde siempre. Pongo mute a las voces. Quizás la televisión vuelva a las ocho. Eso me alegra, pero camino de la cama a la nevera, de la nevera a la puerta, de la puerta al armario, del armario al sillón de ver la tele que ahora es sólo el sillón de sentarse. Quizás a las ocho. Gris, amarillo, celeste, verde, violeta, rojo, azul. Oigo la música de Eduardo Artemyev desde donde vino la voz que hoy llamó a Marita. El sillón aún es cómodo. Oigo la voz que anuncia que la programación acaba ya, que se despide, pero la imagen no se va. Creo que van a pasar una película. Creo que es en blanco y negro. Quizás salga Marita. Espero que no aparezca un hombre barbudo y de lentes. Seguro no aparece. Esta es mi película favorita. Nada de colores. Nada de camisas a rayas. Subo el volumen. Me alegro. Ya no estoy solo.

Fin.