Arte de Lola R. Duchamp |
A priori, era el lanzamiento de una revista.
Una noche después, justo en la misma calle Guayacanes, a las seis y pico de la mañana, me le cruzaría con el carro sin saber que era él, y él me dejaría la mitad de su parachoques en la parte de atrás del carro de mi hermano; el abogado Solines vive de tarjeta prepago en tarjeta prepago para el teléfono móvil. Yo soy Movistar, él es Claro, y ese talento para hablar piedras por más de media hora sobre Debbie, la amiga que sólo sale en tele de perilla porque su canal está entre el 5 y el 6 y cuando se la sintoniza en los lunes impares de cuatro a cinco de la mañana sale entre Tres Patines y Chespirito, termina por comerésele siempre el saldo. Me preguntó que qué iba a hacer esa tarde y le fue cuando recordé que ya mismo era el lanzamiento de La Licuadora en La Fábrica. En ese momento, era viernes, tipo cuatro. Me bañé y lo llamé a Paquito para preguntarle qué debía ponerme. No quería que mi obvia diferencia de edad destaque mucho en un evento pensado para gente con 10 años menos que yo y por eso, y por primera vez en mucho tiempo, combiné unos blue jeans con la camiseta negra de Ramones que conservo y me calcé unas Victoria rojas. En ese momento estaba convencido que así pasaría desapercibido.
Dos horas después, ya en la Fábrica, y después de echarle un ojo a unos grafiteros que intoxicaban la sala adjunta pintado la pared del garaje y a los cuadros de Érica Coello, donde ella convierte a sus amigos en íconos musicales de los 80s, una chiquita se me acerca. Me preguntó que a cuál banda había ido a ver. ,,No sé quién toca", le dije. El lugar ya estaba tan lleno como iba a estar toda esa tarde. Yo era de los pocos en blue jeans y camiseta negra. Aparentemente, los colores están, nuevamente, de moda. ,,En qué colegio estás", me preguntó ella. Con toda seguridad, esa ser´ la última vez que alguien me pregunte eso. Le dije que en el Inter, pero que eso había sido hace ya seis años. Ella se llamaba Gabriela, era del Cebi, y tenía quince años. No sabía qué era la publicidad, dónde quedaba Puerto Azul o que estaba en la Guayacanes. Sí sabía, sin embargo, que la banda que iba a tocar era Cadáver Exquisito. Y así fue, tocó Cadáver Exquisito. Ella me dijo que eso era pop/rock. Yo no estaba tan seguro, pero qué va a saber de música el man de la camiseta de Ramones. La gente disfrutó. Los pocos que no tenían una Canon Rebel o cámara retro, en general, se movían con la música. Yo, entre la confusión de la bulla y el desencaje emocional, la realización de que era 9 años más viejo que Gabriela, y que había fracasado estrepitosamente en mi intento de poder mezclarme con quienes, en principio, ni tendría por qué intentar mezclarme, empecé a ahogarme; la realización de varias cosas sobre aquello del tiempo perdido y la inmediatez de lo real, la inevitable cercanía de que siempre sea ahora y de que siempre haya sido ahora me ajustaba el nudo de la corbata que hoy no me había puesto. El cantante de Cadáver Exquisito terminó de tocar y empezó a agradecerle a Éricka Coello por el cuadro que había hecho de su grupo. ,,Ese de ahí'', dijo, y me señaló. Toda la sala se giró hacia mi desasosiego. Detrás mío estaba el cuadro. No me pude encoger lo suficiente, pero algo me achiqué. Sí, muy desapercibido pasé.
Foto de Gia Silva |
Foto de GuidoBY |
Mamá, soy demente empezó a tocar. Para la tercera o cuarta canción ya estaba yo dentro de la música. Se me metió por los pies y terminé disfrutándola tanto como los demás. Eso sí, no más que el pelado que obviamente se había pepeado y brincaba con cada nota. Pero si existiera orden jerárquico de gente disfrutando la música, yo hubiera sido cómodamente un segundón. Me di cuenta de que las cosas, en el fondo tanto no habían cambiado. La buena música seguía siendo la buena música, disfrutarla era todavía disfrutarla, y el espíritu colorido y retro, desencadenado y de inmediatez móvil que yo nunca tendré o entenderé estaba ahí y eso era tan abrumantemente evidente y fresco. Y, flotando también ahí, en algún lugar, respirando la comprensión de esa estética culta y desenfadada, estaba el centrifugado de La Licuadora, artísticamente plasmando en 26 páginas una esquina de esa vitalidad. Entendí que dentro de la esencia misma de la progresión natural del tiempo y sus cosas, entre todas las nuevas tendencias que posiblemente nos podrían haber traído, esta generación emergente había elegido excelentes referentes y que sin duda se convertiría en uno tan digno como los otros eventualmente, si es que en la posmodernidad algo se puede convertir en referente, claro está. Ya ni sabía ni me importaba, en realidad, pues estaba disfrutándolo todo. Caí en cuenta de lo de Ericka Coello no tenía porqué ser valorado por mis estándares demodé. Me quedé con la copla de que su arte me gustaba, y que eso, en realidad, era lo importante. Me dejó de pesar eso de ser tan viejo, no me molestó lo de no poder mimetizarme, me olvidé del qué dirán y disfruté; sentí que, después de todo, que algo en mí no había cambiado, que aferrado a unas notas de guitarra seguía una juventud aún no escapada y que aún no era muy tarde. Y ahí estaba yo, haciéndome uno con el universo cuando Gabrielita y sus flagrantes quince años reaparecieron y me despertaron. Sí, soy viejo, me dije. Me di cuenta de que se me estaban partiendo los talones por haber estado parado más de dos horas, recogí lo poco de vergüenza que me quedaba y me fui por la sombrita. Odio a Gabrielita del Cebi.
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