Adjuntos

jueves, 26 de noviembre de 2015

El salvador del Pelado

por Jorge Luis Pérez


Las casas sepulcrales aún dormían. Ycaza maniobró el MX-5 cerca de la estación de llenado de tanques de aire mientras Matute se bajaba a pagarle a su primo el alquiler de los equipos. Ycaza salió, esperó un rato, encendió un cigarrillo. Mario Matute no volvía. Ayangue es muy tranquilo a esta hora. Sólo uno que otro feligrés a la deriva. Los que salen a faenar salen antes que el sol; los buzos, en cambio, esperan un poco más. En esta época se puede llegar hasta el Cristo que está sumergido a las orillas del islote del Pelado si las corrientes y la visibilidad lo permiten. Matute aún no volvía. Ycaza no sabía si prender otro cigarrillo.

—No fumes, que vamos a bucear —dijo Matute.
—Chucha de tu madre, ¿dónde estabas? Llevo chance parado aquí como la gavardina. No te desaparezcas así.
—Sorry, mi primo me mandó a darle un billete al man de la bomba.
—Puta, pues se avisa, trépate rápido. ¿Sabías que podríamos haber ido en el
carro?
—Sorry, loco.

Había poco que descargar al Iguana. César Pozo, divemaster cholo, capitán del barco, ayudó con los cuatro tanques, lo más pesado del lote. Ycaza es propietario de todo su equipo, Matute lo toma prestado de su primo. Los doce metros de eslora del Iguana se notaban vacíos. Entre los recursos de Ycaza y las conexiones de Matute habían conseguido poder hacer esta salida sólo los dos, con César como navegante, evitando así las molestias de tener que lidiar con gente menos experimentada.

—Va a estar tranquilo, el cielo está despejado —dijo César. Ycaza pensó que esa vieja tradición de predecir cómo estará la marea según las nubes casi siempre es errónea. Aforismos como «si afuera hace frío, adentro va a estar bien» o «si hay viento arriba, abajo está calmado» fueron inventados para los turistas.

Durante el trayecto jugaron al ajedrez. César no usó el GPS para dar con el islote del Pelado, sólo tuvo que seguir la costa hacia el norte por unas treinta millas. Se podría llegar en veinte minutos, pero la ley prohibió motores de más de 150 centímetros cúbicos para no espantar las ballenas que migran por la zona. Como el viaje ya fue realizado en muchas otras ocasiones, intuyeron que ya estaban cerca y dejaron la partida sin terminar. Con el sol sobre el cerro, Ycaza y Matute se pusieron los trajes de 3 milímetros, sin hacer comentario sobre el olor de las algas rojizas, agüero de visibilidad reducida.

César armó los chalecos. XL para Ycaza, con su sonajero, su señal de emergencia, su cuchillo secundario; L para Matute, un chaleco prestado, vejucón, sin ningún añadido. Ycaza se puso el cuchillo a la rodilla, la computadora a la muñeca, el cinturón de plomos a la cintura. Antes de sentarse al filo del Iguana a ponerse las aletas y el visor, se revisaron las amarras mutuamente. Todo tenía que estar bien ajustado. 7 pastillas de plomo para Ycaza, 5 para Matute.

—¿Libre? —preguntan a César.
—Libre —dice César, sin mirar.

De espaldas, partiendo la mar con los tanques, una mano en el visor, otra protegiendo la nuca, los dos buzos caen al agua. Ycaza va controlando la profundidad en el manómetro, Matute va dando vueltas. La visibilidad es baja, la corriente es fuerte. Ycaza se acerca a Matute. Ojos en mí, le señala. Es fácil perderse al descender en estas condiciones; encontrar al Cristo no será fácil así. Tocan tierra a los 60 pies, muy por debajo de donde está la estatua. Matute, el más orientado, señala hacia el horizonte. Ycaza responde la señal y comunica «tú adelante, yo atrás» con los índices. Segundos después es cuando siente desaparecer de sus caderas la presión de los plomos: el cinturón se ha aflojado.

Ycaza los alcanza a coger, la desgracia mayor está evitada. Puede ver cómo Matute desaparece en la dirección señalada, no puede utilizar el sonajero para llamarle, sus manos están ocupadas sosteniendo el cinturón, que debe volver a ponerse, y aunque la técnica es fácil, pues es sólo darse la vuelta de boca arriba a boca abajo manteniendo la parte sin hebilla sobre la cadera derecha, no consigue encontrar lugar para que quepan porque el chaleco está muy abajo, intenta gritar, pues sabe que algo se puede oír, pero ya es tarde, ha dado muchas vueltas, la corriente lo ha llevado hasta quién sabe dónde, sólo queda subir lentamente con los plomos en las manos, inflar la señal de emergencia y esperar a que César lo vea, pero «los problemas que pasan abajo se resuelven abajo», recuerda, y empieza a creer en los axiomas, porque es más fácil no separarse abajo, donde aún sabe qué dirección llevaba, e intenta una vez más pasarse los plomos por la espalda, quitando milímetros del cuerpo, ajustándolos lo más posible, parece que se ha descosido una de las amarras, pero es imposible mirarse a la cintura con el chaleco puesto, ahora lo importante es no perder la calma y no perder los plomos, sobre todo a esta profundidad, y cuando siente las manos de Matute el alma le vuelve al cuerpo, tranquilo, señala Matute, quien aparentemente está reconectando el cierre al cinturón, que efectivamente se ha descosido, vuelve Matute a establecer contacto con Ycaza, ya está, parece señalar, e Ycaza intenta mirar hacia los broches del cinturón, para ver cómo uno de los plomos sale del borde y cae, con sus cinco kilos, en la nuca de Mario, y el agua, que ya era oscura, tórnase rojiza, y el espacio ganado al tener un plomo menos permite a Ycaza volver a ponerse el cinturón.

Cuando busca a Mario, no lo ve. Este procedimiento también es simple, hay que buscarse por un minuto y luego volver a subir y buscarse arriba. Pero el procedimiento no dice nada sobre qué hacer cuando un buzo ha sido impactado a traición por un plomo. Ycaza cumple con la máxima, y respetando el reloj, sube al límite de la velocidad permitida por los pulmones. César ha seguido las burbujas y el Iguana está cerca.

—¡¿Subió Matute?! —grita, escupiendo el regulador.
—¿Qué?

Matute no está arriba. Ycaza deshincha el chaleco y vuelve a bajar. «Puta madre, Matute, te dije que no te perdieras».

El tanque de oxígeno aún tiene medio bar, más que suficiente, piensa equivocadamente Ycaza, y busca los sesenta pies de nuevo, calculando a dónde podría haber derivado Matute.

La mar es un desierto. A duras penas, y sólo para entorpecer, hay plancton. No hay sonidos, salvo un exhalar exaltado y arrítmico. Entonces cruza un ichtus dorado, que debe estar dejándose llevar por la corriente hacia el islote, como el cuerpo de Matute, e Ycaza lo sigue, pataleando con fuerza en la diagonal que la corriente y el islote podrían hacer. La bóveda, azules sobre piedra, sofocante, se abre ante él. En el horizonte, detenido por los brazos extendidos del Cristo, y gracias a Dios con el regulador aún en la boca, ve una sombra enturbiada por el brote cobrizo. Mario tiene los ojos abiertos, fijos en su salvador, pero no parece estar viendo nada. Ycaza revisa el aire de su amigo: 1 bar.

«Tengo que dejar de fumar» piensa, inflándole el chaleco un poco. Considera, esta vez con razón, que es mejor subirlo inconsciente, porque si vuelve en sí a lo mejor entra en pánico. Desde el Cristo hasta la superficie son sólo unos 30 pies: más fácil, se dice Ycaza, notando, por la resistencia que impone su regulador, que su tanque debe estar casi vacío. Desprende el regulador de emergencia del chaleco de Mario y empieza a subir, con los ojos divididos entre la boca azulada de Mario, el halo morado que le rodea, la computadora, que dice que el ascenso va bien, y su propio nivel de aire, que es escaso. Cuando el suministro se acaba, se cambia al regulador de emergencia del socorrido. A los cinco pies abre manualmente la tráquea y le llena el chaleco con una fuerte exhalación, toma una última gran bocanada de aire, y suelta a Mario junto con su regulador de emergencia. Desde ahí ve a Mario ascender, es un ángel volviendo al cielo. Botando aire sube, ayudado por la flotabilidad del tanque vació.

—Hasta noquiado te salvo —dice Mario cuando surge Ycaza. La marea lo debe haber despertado. El regulador de emergencia descolgado, la alarma roja del tanque vacío, Mario ha leído los símbolos y ha resuelto el crimen. Con una mano se tapa la nuca.
—¿Ah, tú me salvaste, careverga?
—¿Quién se quedó sin aire, tú o yo?
Ycaza suelta una gruesa risa sin bajarse el visor para esconder algo las lágrimas.
—¿Con qué me di? Me partí —dice Mario, aún pálido, pero evidentemente tranquilo.
—Con nada, loco, con nada.

El sol seguía sobre la cordillera, abrigando la superficie. El Iguana, a contraluz, y a pocos metros. El Islote vacío, el silencio es grato.

—Y, ¿viste al Cristo?

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