Un gato pardo paseó por la cúspide de la verja de las cercas de unas casas y se posó en un techo metálico. Maulló con su aterciopelada voz de violonchelo. ¿Eran lágrimas aquellas gotas espesas estampadas a la ventana? El gato sació sus ansias de desconsuelo, oteó el horizonte, y tan cautamente como vino, se fue. Las pocas luces que quedaban asumieron su naturaleza efímera y se extinguieron como la vida misma salta de la última mirada de los ojos hacia el vacío del todo y de la nada.
La ventana, como la ciudad, habría de seguir allí, pero no para siempre. Pero en esa noche de dudas, ni el taimado bramido de los aceros, ni el chirrido de las puertas, ni el canto demente de los sonidos imperceptibles aclaró con su fantasmagórica presencia al innatural gris de la ciudad. Sólo un reloj absurdo, sólo de manos, se quejaba-- tic-tac... tic-tac... era tarde y era muy pronto-- tic-tac, tic-tac, pero la hora, más pronto que tarde, certera, indetenible, se aceraba. Quizás por eso era que el reloj sonreía. Muy pronto sería muy tarde.
Fin.
Foto de Zen Sutherland
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