Adjuntos

miércoles, 27 de abril de 2016

Muerte de Ron Navarro

Por Jorge Luis Pérez

New Hall

No me gusta la nieve en directo. Lo único que tenía en mis bolsillos era una impresión muy distinta de la nieve. La primera vez que nevó sobre la academia Lake Forest esperaba que cayera en los agigantados copos que había visto retratado en mi único referente del mundo, la tele. Pero la nieve es fina. Muy fina. Tardé varias nevadas en darme cuenta de que no habría otro tipo de nieve distinto al que caía siempre. La nieve es una sola y no es la de los dibujos animados.

Mis padres me mandaron a Lake Forest para aprender inglés. Tenía catorce años. Allí no conocía a nadie. Mi compañero de cuarto en el Atlass Hall, Ernest Powell, era la persona menos acogedora de Illinois. Creo que en los tres meses que estuve ahí, sólo hablé con él tres veces. Yo llegué en enero y desde febrero no lo vi más.

Mis compañeros de clase eran todos chinos y habían venido sólo a estudiar. Creo que una vez conversé con uno, Simon, al jugar una partida de Reversí un día que la profesora, Connie McCabe, se atrasó. Me ganó apabullantemente y nunca más volvimos a hablar.

En Atlass Hall, el dormitorio, a veces conversaba con la gente que se cuadraba en la sala común de nuestro corredor, donde había una tele, pero ellos sólo querían hablar de la WWE. Nuestro dormitorio era sólo de chicos, y yo a esa edad tampoco estaba tan interesado en conocer amigos (o luchadores) como estaba en conocer amigas. Y luchadoras.

Para alejarme de tanto entretenimiento, paseaba bastante por el Campus. En pleno invierno, donde la nieve arruinaba lo que imagino que debe ser un lugar hermoso en verano, la mayoría de los paseos era por la gigantesca mansión Armour, cuyos anexos formaban la escuela. En lo que debía haber sido antaño el comedor vivía un triste Steinway de cola completa. Le hice compañía muchas tardes, soltándole la partitura de todas las canciones del Fantasma de la ópera, la única cosa que me sabía de memoria.

Eso fue un acierto. Así conocí a Gina, quien, no sé porqué, sabía tocar la canción de Mortal Kombat y sólo la canción de Mortal Kombat. Pero eso era todo lo que hacía falta. Nos hicimos amigos inmediatamente. Ella me llevó al New Hall. Gracias a ella conocí a Ron.

Desde febrero pasé todas las tardes en el New Hall, donde había mesas de billar y un ambiente mucho más adecuado para preadolescentes. El New Hall. Supongo que habrá empezado como una sala de estudios a la que el tiempo y el estudiantado fue adaptando poco a poco; el New Hall, donde al fin me sentí en casa. El New Hall, donde encajé. Supongo que ese fue mi primer bar bohemio. Detrás del New Hall estaba el teatro, y ahí ensayaban diariamente para una función de una obra cuyo título no recuerdo, mas sí la trama: iba de un tipo que cantaba y llevaba una espada y mataba a otro que no cantaba tan bien. Puccini, seguramente.

El ambiente era siempre ameno. En la sala adjunta al teatro, donde estaba la utilería, se reunía la banda a ensayar. Alguien había dejado abandonada una guitarra de cuerdas metálicas a la que le faltaba uno de los mi, el agudo, pero eso no me impidió hacer con ella lo que previamente había hecho con el Steinway, excepto que la guitarra era un poco más móvil. La llevaba a todos lados. Era el Johnny Cash de Lake Forest, si Johnny Cash hubiera sido manco, mudo y feo. En guitarra sólo sabía Californication y Don’t cry, y eso era todo lo que necesitaba saber. Prontamente me convertí en el alma de la fiesta. Para marzo, la profesora de música me compró una mi. Al día siguiente apareció la dueña de la guitarra y no las volví a ver más.

Solía llenarme los bolsillos de galletas e ir al New Hall a ver con quién me encontraba para un billar o fingir hacer esgrima con los tacos. Una vez fui por el salón de utilería en aras de buscar un instrumento desdeñado y ahí fue que vi a Ron por primera vez. Ronald, lo sé ahora, tenía dieciséis, pero yo lo veía mucho mayor. Sostenía una trompeta plateada entre sus hinchadas mejillas, sólo superadas por su absurda nariz de bombilla. Sus ojos parecían que iban a explotar cada vez que tocaba. Era un goce verlo.

—What you be doing here —me dijo sonriente.
—Looking for a guitar.
—We ‘ave a nice trumpet for you ‘ere.
—I don’t know how to play that —le dije.
—I’ll teach you —me dijo y empecé a limpiarme las manos de las migajas de las galletas.
—You just ‘ave to stick your tongue doon right here —me dijo pasándome la que debía pertenecer a uno de sus compañeros.
—No way I’m putting my tongue down there.

Se rió. «Smart man» me dijo, y siguió con lo suyo.

Nunca vi a Lake Forest en el verano. Debe ser un lugar precioso. Los recuerdos que guardo no son del horrible frío que pasé o de lo complicado que es convivir con nieve, o de cómo fue haber ido a un sitio sin un amigo en el bolsillo, ni de lo que es sacarle las manchas de lodo al pantalón café cuando usaba el azul, o de los azules cuando usaba el café, o de agradecer que el jersey se inventó para no tener que planchar camisas, o que si hubiese perdido el nudo de la corbata seguramente me habrían expulsado porque no podría hacer un medio windsor ni para tener que ahorcarme. De Lake Forest, si algo recuerdo bien, si algo recuerdo siempre, es a Ronald, internado en la oscuridad tocando su trompeta y su sonrisa amable de blanquísimos dientes en el salón de utilería, adonde iba a practicar nocturnamente. Hablábamos horas; hablábamos todos los días de todos los meses que estuve ahí. Sé que reíamos bastante, pero no recuerdo de qué hablábamos.



Le Lou-foc

Para 2005 no podía vivir sin el teléfono en bolsillo, y la otra cosa que lo acompañaba era la gigante llave de bronce, de pinta antiquísima, que me sobresalía del pantalón. Apareció Facebook en mi vida, y con él reestablecí contacto con Ronald. No habían pasado cuatro años. Seguimos desde donde sea que hayamos lo dejado. Me enteré de que ahora se dedicaba a tocar en un grupo en algún bar de Chicago y de que había tenido un hijo, Ronald Junior. Más allá de eso, poca cosa. Poca cosa biográfica, digo, porque siempre hablábamos, pero supongo que nunca de cosas importantes.

Vivía en La Rochelle por esos entónceses. Las casas no tenían Wifi, y dudo que la de Madame Sallé, adonde yo llegaba, vaya a tenerlo nunca. Había que ir a un cyber para hablar con Ronald. De salida del Instituto Eurocentres nos reuníamos con los amigos de clases, quizás porque ninguno era chino, a la sombra de la Grosse Horloge, siempre a las diez, y luego caíamos al Lou-foc a tomar algo. Ten o’ clock at the clock.

No recuerdo si en esa época se podía fumar dentro. Pocas veces entrábamos. Nos quedábamos en las sillas de afuera y pedíamos una girafe, que sé que luego fue prohibida por razones de higiene. Recuerdo que los cigarrillos tenían unas imágenes muy gráficas sobre gente muriéndose y que los Lucky venían en grupos de 19, dicen que por algo de los impuestos. Recuerdo que me iba bien con las chicas rusas y que me incomodaba saludar con dos besos al mesero, que ya era casi padre de nuestra alcohólica familia.

El Lou-foc era jazz. Pasábamos hablando de quién cantó mejor que quién, quién imitó al otro, qué trompetista era el mejor trompetista, quién el mejor cantante, quién sería el mejor si de él sobreviviesen grabaciones, pues todos sabíamos que de los mejores no existían grabaciones, pero eso no nos impedía ponerlos en la balanza, como si nosotros hubiéremos estado ahí, en vivo, escuchándolos, en un intento de avalar a quienes nuestros referentes habían alabado. Yo pasaba por una época post-Petrucciani y me había sumergido en Irakere. Arturo Sandoval era Jesús. Dizzy Gillespie, Dios. Empecé a llevar un MP3 en el bolsillo.

Corría a contarle todo a Ron. «¿Puedes creer que a la gente le gusta Buena Vista? ¿Que no ubican a Chano? ¿Que creen que Basie no es el piano más pesado?» El hombre gozaba. Le daba igual, pero reía. También discutíamos él y yo; él se había quedado en una corriente más clásica, y yo, supongo que mayoritariamente para molestarlo, me hacía el que optaba por una más moderna; o menos vieja, pues lo más moderno que yo defendía era a Lavoe, quien llevaba ya buen tiempo enterrado. Pero cada vez que oía una de esas canciones que al minuto cinco dan un paso más allá del llamado del deber y te alteran la fibra, yo quería ser Ronald. Saber tocar la trompeta como él. Pegarme un solo. Tendría sus dedos ágiles, callosos y bicolores; mezclaría motivos de Sandoval y Guajiro y los llevaría al límite de la escala, a agudos inverosímiles e ingrabables, y ahí en el escenario sería Ronald, me acercaría al bajista y, en corto, le diría algo, y los dos reiríamos y seguiríamos tocando, todas las veces, todas las noches, y sólo tendría que pensar en un sonido para poder reproducirlo, las escalas me vendrían como Bach a Gould, y la gente pensaría que yo, Ronald, tendría que ser el hijo de Desmond porque le exigiría al baterista tocar 5/4, 7/4, 11/4, y un día Gillespie caería a un concierto y pediría su trompeta y vendría a tocar y nos iríamos mano a mano, hasta que lo obligue a sacar el pañuelo blanco, y quedemos como amigos para toda la vida; qué vida la de Ron, todo a lo grande, siempre con el mismo saco blanco y corbata negra sobre el escenario agotando las partituras, viendo cómo pasaban por ahí Eddie Palmieri, Mr. Alexis, Ray Barreto, ¿qué sé yo? Todo el mundo debía pasar por Chicago; todos los gatos se debían juntar con mi pana Ron a aplaudirlo, a invitarlo a un traguito, qué hijo de puta, se lo había ganado a punta de machacarse practicando. Había hablado de hacerlo y lo hizo. Yo me sentía bien sólo de conocerlo.

En una de esas divagaciones fuertemente impulsadas por lo que sea que servían ese día en el Lou-foc fue que decidí que mi siguiente parada tenía que ser en Chicago. Tenía que ir a verlo al gran Ron y su orquesta. Explicarle a Ronald Jr. que su viejo era un bacán.



Rosa’s Lounge

En julio de 2006 me recibió Ron en O’Hare, aeropuerto que debe haber sido el lugar donde Satanás ensayó los primeros diseños del averno. Pero Ron no se molestó de que llegue tarde al punto de encuentro cerca de la terminal del transporte público, donde habíamos quedado, si no que fue, como siempre, todo sonrisas. Yo llevaba en los bolsillos una cajetilla de Popular sin filtro, una dirección por si me perdía, un pañuelo en el de atrás y un tarjetero color piel (a lo Capote) en el otro.

Lo cierto es que a mi pana Ron lo único que le quedaba de la sonrisa era la sonrisa. Tenía los dientes de adelante aún nuevos, pero una cantidad de huecos atrás que daba miedo. Las pecas se le habían engordado y le brotaban. Estaba más flaco que nunca, su ropa lo delataba, no encajaba con nada. Los que dijeron black don’t crack no conocían a Ron. Le cayeron los años como cae un florero a un transeúnte incauto. Si Ron alguna vez fue sólo dos años mayor que yo, ese tiempo se había ido.

Si algo hay que destacar de ese día es que me recibió en limosina. Fue mi única vez; él sí volvió a subirse a una una vez más. Un amigo se la había dejado por el día, y él, haciendo el payaso, la había metido en el aeropuerto. Me senté adelante, con él, a pesar de sus quejas. «You never going to be in a limo no more». Tenía razón.

Pensé que iríamos a Rosa’s, donde tocaba, o su casa, pero claro, teníamos que devolver el coche; fuimos a parar a un lote lleno de limosinas de todo tipo, donde poder ver unas al lado de otras permitía contrastarlas, verlas ejercer derechos de jerarquía. Siempre podré saber qué es una limosina buena y qué es una mala.
Caminanos, llamamos por teléfono, caminamos más, volvimos a llamar, esperamos, todo con la maleta, jalada por un Ron que insistía en no aflojarla. En algún momento alguien vino a recoger las llaves. Para eso ya estábamos atrasados para tocar, pero Ron no se inmutaba. «We be there when we be there». Tenía razón.

Rosa’s Lounge tenía que haber sido el centro de la bohemia en los ochenta. Las paredes quizás hayan sido verdes. Los sofás, por ley, tuvieron que haber sido nuevos en algún momento. Alguna vez debe haber habido público. Pero ese día, ante un tipo que leía el Tribune y comía nueces quien, por cierto, no sé si era un comensal o el portero, fui la única audiencia que tuvieron los Bashful Quintet , quienes, dicho sea de paso, eran cuatro.

En ningún momento Ronald se acercó al bajista a decirle algo al oído, algo que hiciera que los dos se riesen en complicidad. En ningún momento entró una rubia en vestido rojo con un joven amante a bailar. Dizzy Gillespie estaba, sí, en un cuadro al que alguien había decorado fálicamente y nadie se había molestado en rectificar. Yo llené mis bolsillos de su Jazz. «The best is yet to come» me dijo en el bus, de camino al apartamento que compartía con cuatro de sus amigos.

The best wasn’t to come, sin embargo. Ron dejó la trompeta en 2009. Lo volví a ver en 2012, cuando terminé de estudiar en Madrid. Él iba a empezar a estudiar algo distinto, porque lo que llevaba estudiando no le gustaba mucho. No recuerdo si iba de leyes a economía o de economía a leyes. Le ofrecí un dinero que no aceptó. «Nah, man; I’m fine. It’s all good». No tenía razón.

A veces pienso que si Ron se hubiese matado o lo hubiesen matado, estaría mejor, sobre una Hearst negra, en su último paseo en limosina, con los bolsillos aún llenos de esperanza; pero supongo que 2009, las deudas, no verlo a su hijo, ser mal estudiante, la escalera de caracol decadente, la humanidad tosca, árida y sorda a lo bueno ya se encargaron de matarlo. Él aún ríe, la boca ya despoblada, diciendo que «I guess I just wasn’t that good». Pero para mí lo era. Ron, mi músico de bolsillo.

15 de marzo de 2016