Adjuntos

miércoles, 4 de marzo de 2015

Las ballenas bailarinas de las Islas Bouvet

I
Luego, mucho después, mis amigos me contarían que esa noche estuve hablando sobre viajar.

Cuando desperté sentí una grave pesadez sobre el cuerpo y un severo dolor de cabeza. Una vez más había bebido un poco más de la cuenta. La calidad dorada del sol me hizo pensar que debían ser entre las 07h00 y las 09h00, posiblemente más temprano que tarde. No reconocía la estación de Metro en la que estaba, pero el procedimiento era siempre el mismo: fui hasta la máquina, y como ya no tenía efectivo —seguramente otro de los recados de la noche anterior— usé la tarjeta de crédito para comprar un pasaje. Cuando el Metro Ligero llegó, lo abordé, pensando en por qué me había dado la nota de pensar que todo ese rato había estaba bajo tierra a pesar de que claramente había visto el sol, pero ya una vez sentado en el vacío vagón justifiqué mi despiste pensando en que, a fin de cuentas, yo casi nunca había usado el Metro Ligero y que la simbología del Metro, muy parecida al del Ligero, se prestaba bastante para confusiones. Me reí de mi mismo y cerré los ojos.

No debió haber pasado mucho tiempo, porque sólo viajaban conmigo dos personas más, ambos mayores, cuando abrí los ojos nuevamente; fue entonces cuando consideré sano intentar determinar en dónde estaba y hacia dónde estaba yendo. Miré por la ventana: decididamente estaba en una zona sub-urbana; las calles eran bonitas, limpias, y vacías; al pasar por lo debía ser un centro comercial de esos que tienen las tiendas todas una al lado de la otra y la playa de parqueo en la mitad, miré hacia el letrero más alto de todos como si ahí fuera yo a encontrar convenientemente escrito el nombre de la localidad en la que estaba, pero, por su puesto, lo que vi fueron unas letras cuyo significado no pude discernir, „Bouvetøya“  que seguramente correspondían a una de las tantas marcas de ropa de mujer que existen. Me volví a reír de mi infantil comportamiento, de las cosas que uno hace cuando el trago lo convierte en el centro del universo.

Saqué mi teléfono, vi la hora, y encendí la aplicación de Google Maps para ver exactamente dónde estaba, cuando caí en cuenta de que ni si quiera había revisado al abordar el Metro Ligero la dirección en la que lo tomé, así que bien podía estarme alejando de mi casa en vez de estar llegando a ella, pues al momento de abordar no había visto ni buscado más líneas, el segundo error que había hecho y el tercero de la mañana, pero por lo menos me estaba ya sintiendo bastante bien cuando el punto que indica la posición que uno tiene apareció por la Plaza Santa Ana, donde tenía muy claro que ya no estaba, porque si hay algo en lo que se puede confiar es en que el mapa primero te va a decir en donde estabas, no en dónde estás, y mientras me molestaba con el teléfono el mapa se movió y desapareció, para luego reaparecer e irse moviendo, siempre hacia un lado, siempre más rápido de lo que yo podía leer, hasta detenerse en una zona con pocas calles, cuatro imponentes construcciones redondas, algunas construcciones menores, y una vía que se bifurcaba de vez en vez hacia algún edificio menor, pero siempre en dirección del mar, que era hacia donde estábamos yendo. Retrocedí la ubicación para ver mejor dónde estaba, y cuando las calles desaparecieron emergió Islas Bouvet, y mientras más alejaba mi posición y no encontraba tierra conocida cerca de la isla, más se acrecentaba la sensación de cuan estupefacto estaba; por una parte creía que no se cargaba lo que sea que se deba cargar para uno encontrar, con un margen de error razonable, en qué rincón del planeta se encuentra, pero desde ya me había hecho a la idea de que estaba lejos —muy lejos— hasta cuando al fin pude distinguir hacia el norte Sudáfrica y hacia el oeste la Argentina y un poco de Uruguay y Brasil. Mis amigos no se lo iban a creer cuando hiciera Check-in aquí.

II
Al final del trayecto todos los pasajeros, que no eran muchos, se apearon. Evidentemente estábamos en un lugar turístico. La diversidad de la gente, las cámaras de fotos, los letreros cuidados, el césped uniforme, los senderos marcados, el turista alemán vestido de explorador con calcetines debajo de las sandalias, todo era inconfundible. Yo ya estaba ahí y seguí al grupo, de no más de diez personas, por el sendero. Finis terrae, me pareció leer en algún sitio. Caminé por el aire frío. Nadie me miró ni yo me detuve a reparar en nadie. El paisaje hubiera sido más bonito con menos neblina: estábamos sobre rocas donde llegaban débilmente las olas del mar, hacia atrás la tierra se levantaba en un pequeño cerro. No hay mucha arena, pensé yo, escuchando el bramido del mar. Proseguimos hacia lo que tenía que ser un puerto, completamente techado como los edificios industriales suelen ser techados; un hangar para barcos, dije, sin poder evocar las palabras adecuadas, y al bajar la mirada caí en cuenta de que un brazo de mar también entraba hacia aquí, cubierto por el techo que podría haber tenido la extensión de más de una piscina olímpica y mucho más ancho.

Súbitamente las luces cambiaron a un azul muy intenso que dibujaba perfectamente el contorno de las ondas del mar. Los otros turistas exclamaron su admiración y los altoparlantes retumbaron con la obertura del Lago de los cisnes. Me acerqué a la baranda, como habían hecho los demás, y vi, más allá del contorno del agua, que parecía oscura y transparente,  posiblemente más de una de veintena de ballenas que, por el movimiento del agua, de las luces, y el ladeo natural de ellas mismas, parecían bailar con nosotros. Todas nos encaraban y se las podía ver, por lo parecía ser algún efecto que sólo puedo describir, bien a sabiendas de que es imposible, eléctrico en el agua. Debía ser alguna luz amarilla subacuática destinada para hacerlas contrastar mejor con las luces azules del techo, intenté justificar, mientras las veía bailar ante nosotros. La gente también se mecía, deleitada, al verlas, y muchos reían de la elegante escena.

De las tantas cosas que no sé es sobre animales, y si bien sé que eran orcas por los colores tan reconocibles que estas tienen, sus mandíbulas eran el doble de largas de las que había visto en los acuarios, y su hechura era más huesuda —menos redondeada— de lo que conozco, que, como he dicho, no es mucho.

Lo que habían logrado los señores de Bouvetøya era técnicamente magnífico. Seguramente el „hangar“ en el que estábamos algo hacía con el agua para darle esta transparencia inaudita, ayudada por el juego de luces y seguramente algún tipo de carnada que fijaba la atención de los cetáceos. El lago de los cisnes quizás era un poco cliché, pero es un ballet que a mí no me ha molestado aún. A pesar de no considerarme un gran admirador de los animales, la ilusión de que ellos bailaban con su público estaba muy bien lograda. En esas justificaciones rondaba mi mente, apenada de no poder sentir, gracias al anestesiante trago de la noche anterior, las emociones que los otros ahí presentes derrochaban, cuando, tras la proyección de una flor de largos pistilos que se abría, el hangar desapareció, dando paso a un cielo estrellado de la misma coloración del agua, donde las ballenas surcaban ya el infinito llevándonos sobre su lomo al ritmo de lo indómito salpicando polvo de luna que aclarecía las fulgorosas olas de la eternidad. Emocionado por ese nuevo viaje hacia lo desconocido fue que desperté y empecé a escribir este insensato destello de la imaginación.