Adjuntos

martes, 13 de marzo de 2012

Horror vacui

Era una noche abierta. No se había asomado una sola estrella, y las lejanas luces de ciertas ventanas del horizonte parecían haber sido más cautas y se habían guardado antes, dejando pocas vigías para el alba. Desde la ventana, la ciudad se reclinaba deforme sobre su cerro y sus ríos; del otro lado, la arboleda, tupida por las torrenciales lluvias, flanqueaba orgullosa las chabolas de madera húmeda. Las calles estaban secas y vacías. Los estrepitosos truenos de otrora habían descargado su furia y ahora sólo podían descansar adormilados.

Un gato pardo paseó por la cúspide de la verja de las cercas de unas casas y se posó en un techo metálico. Maulló con su aterciopelada voz de violonchelo. ¿Eran lágrimas aquellas gotas espesas estampadas a la ventana? El gato sació sus ansias de desconsuelo, oteó el horizonte, y tan cautamente como vino, se fue. Las pocas luces que quedaban asumieron su naturaleza efímera y se extinguieron como la vida misma salta de la última mirada de los ojos hacia el vacío del todo y de la nada.

La ventana, como la ciudad, habría de seguir allí, pero no para siempre. Pero en esa noche de dudas, ni el taimado bramido de los aceros, ni el chirrido de las puertas, ni el canto demente de los sonidos imperceptibles aclaró con su fantasmagórica presencia al innatural gris de la ciudad. Sólo un reloj absurdo, sólo de manos, se quejaba-- tic-tac... tic-tac... era tarde y era muy pronto-- tic-tac, tic-tac, pero la hora, más pronto que tarde, certera, indetenible, se aceraba. Quizás por eso era que el reloj sonreía. Muy pronto sería muy tarde.

Fin.


Foto de Zen Sutherland

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